Después de visitar Otavalo y disfrutar de los volcanes impresionantes que la rodean, disponíamos más o menos de una semana para llegar a Guayaquil, ya en el sur del país, desde donde volaremos mañana, 17 de septiembre, a las Galápagos. Fue difícil decidir en qué emplear esos días, porque Ecuador tiene una variedad tremenda de ecosistemas, todos interesantes y apetecibles, desde la zona amazónica en el oriente hasta las playas del Pacífico y, en el medio, la cordillera de los Andes. Como eran pocos días, al final decidimos dirigirnos primero a Mindo, al noroeste de Quito, y luego enfilar ya la Panamericana hacia el sur.
Mindo es un pueblecito que tiene un entorno natural encantador. Para empezar, la carretera desciende desde los casi tres mil metros de altura de Quito a mil doscientos cincuenta. El paisaje sigue siendo montañoso, pero con unas montañas repletas de vegetación tropical. Y el clima es mucho más suave. Llueve casi constantemente, pero se trata de una llovizna finísima que el sol evapora dando lugar al bosque nuboso o bosque de niebla. Es, además, una zona ideal para ver aves. Sin tener que ir demasiado lejos, solo con salir a dar un paseo a las afueras del pueblo, puedes contemplar multitud de raros y coloridos pajarillos, sin contar con los colibríes y tucanes que vienen a comer a los cebaderos colocados en el jardín de la casa donde nos quedamos. Hay excursiones con guías para avistar aves, pero nosotros llevamos nuestros prismáticos, así es que, después de desayunar, comenzamos a andar por la sierra de San Lorenzo hasta la zona de la Tarabita y vemos bastantes pájaros. La Tarabita es una especie de teleférico accionado a mano que te permite cruzar el bosque nuboso por encima de las copas de los árboles -una maravilla- y te deja en una zona desde donde se pueden hacer varias caminatas observando distintas cascadas. El paseo se hace duro porque el sendero sube y baja constantemente y hace bastante calor y humedad, pero es muy bonito y hasta reconfortante, después del frío que hemos pasado los días anteriores. Julio tiene además el privilegio de contemplar un ejemplar del gallo de roca, la especie reina de estos bosques, de las que salen en los documentales de la dos después de comer. Dice que era preciosa. Yo me la perdí por floja, llegué tarde. ¡Qué le vamos a hacer!
Después de Mindo, decidimos comenzar a bajar por la Panamericana hacia el sur. La primera parada fue en Latacunga, una ciudad que sirve de base para hacer el circuito de Quilotoa, una zona rural andina con remotos paisajes rurales y una laguna volcánica del tipo de la de Cuicocha. Como para todo no había tiempo, decidimos dejar este circuito para otra ocasión y emplear toda una mañana en dar un rodeo de 150 km para ver el Parque Natural del Chimborazo. Pero antes de describiros este lugar tan especial, os diré que Latacunga nos brindó además el regalo de llevarnos una imagen distinta de los ecuatorianos. La ciudad tiene una fiesta, la de la Mama Negra, que mezcla elementos católicos y paganos. Se celebra el 5 de noviembre, cuando se saca a la Virgen de la Merced y a la Mama Negra, para mantener lo más tranquilo posible al siempre inquieto volcán Cotopaxi, que ya ha dado varios sustos importantes a la ciudad. La noche que estuvimos se elegía al capitán de las fiestas de este año y disfrutamos de un alegre y vistoso pasacalles, con música tradicional, bailes, discursos,
proclamas, en fin, un jolgorio que nos curó de la imagen que traíamos de los ecuatorianos que habíamos tratado hasta ahora, tan silenciosos, tan tristes, melancólicos y algo distantes. Todas las perspectivas ayudan a configurar la realidad.
Nos alegramos muchísimo de haber dedicado el tiempo que teníamos para ver lo que se podía ver del Chimborazo. La carretera sube hasta los 4100 metros y pasa a tan solo 10 kilómetros del volcán, que parece que se puede tocar con la mano. Ya sabéis que se trata del punto terrestre más alejado del núcleo de la Tierra y más cercano a las estrellas y la Luna. Fue muy emocionante, a pesar de que la cumbre estaba tapada por las nubes. Con todo, el paisaje era espectacular: muy árido, envuelto en la niebla, y con las llamas y las vicuñas pastando en un suelo casi lunar a veces, otras veces con una vegetación parecida a la tundra. Creo que fue un privilegio estar aquí. En algunas fotos se puede vislumbrar además parte del glaciar del Chimborazo, que asomó tímidamente en un momento en que se despejó un poco.
Hicimos alto después en la agradable ciudad de Riobamba, donde degustamos el hornado, su plato típico: cerdos enteros -no cochinillos- asados y servido en pequeñas porciones jugosísimas con ensalada y maíz. Como este año me voy a perder la comida del cochinillo de bienvenida a los nuevos, quería desquitarme y brindé por el nuevo curso y por todos los compañeros.
Y el día 15 llegamos a Guayaquil. Es una ciudad tropical, la segunda más grande del país, industrial y con una fama pésima. La mayoría de los turistas ni la pisa, pero habíamos leído la experiencia de algunos viajeros, que daban una imagen distinta de la ciudad, y como me fastidia perderme algo que puede ser bueno por las dichosas etiquetas, decidimos pasar dos noches en Guayaquil en vez de una, como teníamos planificado al principio. Y nos alegramos, porque Guayaquil es un ejemplo de regeneración urbana parecido al de Medellín en Colombia, si cabe aún más visible y más disfrutable en el caso ecuatoriano. Toda la zona del Malecón ha sido rehecha nueva con un estilo muy moderno y convertida en un espacio seguro y cómodo, muy agradable para pasear contemplando el río Guayas. Desde ahí se puede acceder con comodidad al barrio de las Peñas y el cerro de Santa Ana, la parte histórica de la ciudad, con sus casitas de colores y su faro, y al otro lado, conecta con la parte nueva, administrativa y financiera de la ciudad, con agradables plazas donde descansar y disfrutar, por ejemplo, de grandes ejemplares de iguanas en libertad. Ya veis: le dimos una oportunidad a Guayaquil y no nos ha decepcionado.