viernes, 16 de septiembre de 2016

Desde Mindo hasta Guayaquil

Después de visitar Otavalo y disfrutar de los volcanes impresionantes que la rodean, disponíamos más o menos de una semana para llegar a Guayaquil, ya en el sur del país, desde donde volaremos mañana, 17 de septiembre, a las Galápagos. Fue difícil decidir en qué emplear esos días, porque Ecuador tiene una variedad tremenda de ecosistemas, todos interesantes y apetecibles, desde la zona amazónica en el oriente hasta las playas del Pacífico y, en el medio, la cordillera de los Andes. Como eran pocos días, al final decidimos dirigirnos primero a Mindo, al noroeste de Quito, y luego enfilar ya la Panamericana hacia el sur. 
Mindo es un pueblecito que tiene un entorno natural encantador. Para empezar, la carretera desciende desde los casi tres mil metros de altura de Quito a mil doscientos cincuenta. El paisaje sigue siendo montañoso, pero con unas montañas repletas de vegetación tropical. Y el clima es mucho más suave. Llueve casi constantemente, pero se trata de una llovizna finísima que el sol evapora dando lugar al bosque nuboso o bosque de niebla. Es, además, una zona ideal para ver aves. Sin tener que ir demasiado lejos, solo con salir a dar un paseo a las afueras del pueblo, puedes contemplar multitud de raros y coloridos pajarillos, sin contar con los colibríes y tucanes que vienen a comer a los cebaderos colocados en el jardín de la casa donde nos quedamos. Hay excursiones con guías para avistar aves, pero nosotros llevamos nuestros prismáticos, así es que, después de desayunar, comenzamos a andar por la sierra de San Lorenzo hasta la zona de la Tarabita y vemos bastantes pájaros. La Tarabita es una especie de teleférico accionado a mano que te permite cruzar el bosque nuboso por encima de las copas de los árboles -una maravilla- y te deja en una zona desde donde se pueden hacer varias caminatas observando distintas cascadas. El paseo se hace duro porque el sendero sube y baja constantemente y hace bastante calor y humedad, pero es muy bonito y hasta reconfortante, después del frío que hemos pasado los días anteriores. Julio tiene además el privilegio de contemplar un ejemplar del gallo de roca, la especie reina de estos bosques, de las que salen en los documentales de la dos después de comer. Dice que era preciosa. Yo me la perdí por floja, llegué tarde. ¡Qué le vamos a hacer! 
Después de Mindo, decidimos comenzar a bajar por la Panamericana hacia el sur. La primera parada fue en Latacunga, una ciudad que sirve de base para hacer el circuito de Quilotoa, una zona rural andina con remotos paisajes rurales y una laguna volcánica del tipo de la de Cuicocha. Como para todo no había tiempo, decidimos dejar este circuito para otra ocasión y emplear toda una mañana en dar un rodeo de 150 km para ver el Parque Natural del Chimborazo. Pero antes de describiros este lugar tan especial, os diré que Latacunga nos brindó además el regalo de llevarnos una imagen distinta de los ecuatorianos. La ciudad tiene una fiesta, la de la Mama Negra, que mezcla elementos católicos y paganos. Se celebra el 5 de noviembre, cuando se saca a la Virgen de la Merced y a la Mama Negra, para mantener lo más tranquilo posible al siempre inquieto volcán Cotopaxi, que ya ha dado varios sustos importantes a la ciudad. La noche que estuvimos se elegía al capitán de las fiestas de este año y disfrutamos de un alegre y vistoso pasacalles, con música tradicional, bailes, discursos, 
proclamas, en fin, un jolgorio que nos curó de la imagen que traíamos de los ecuatorianos que habíamos tratado hasta ahora, tan silenciosos, tan tristes, melancólicos y algo distantes. Todas las perspectivas ayudan a configurar la realidad. 
Nos alegramos muchísimo de haber dedicado el tiempo que teníamos para ver lo que se podía ver del Chimborazo. La carretera sube hasta los 4100 metros y pasa a tan solo 10 kilómetros del volcán, que parece que se puede tocar con la mano. Ya sabéis que se trata del punto terrestre más alejado del núcleo de la Tierra y más cercano a las estrellas y la Luna. Fue muy emocionante, a pesar de que la cumbre estaba tapada por las nubes. Con todo, el paisaje era espectacular: muy árido, envuelto en la niebla, y con las llamas y las vicuñas pastando en un suelo casi lunar a veces, otras veces con una vegetación parecida a la tundra. Creo que fue un privilegio estar aquí. En algunas fotos se puede vislumbrar además parte del glaciar del Chimborazo, que asomó tímidamente en un momento en que se despejó un poco. 
Hicimos alto después en la agradable ciudad de Riobamba, donde degustamos el hornado, su plato típico: cerdos enteros -no cochinillos- asados y servido en pequeñas porciones jugosísimas con ensalada y maíz. Como este año me voy a perder la comida del cochinillo de bienvenida a los nuevos, quería desquitarme y brindé por el nuevo curso y por todos los compañeros. 
Y el día 15 llegamos a Guayaquil. Es una ciudad tropical, la segunda más grande del país, industrial y con una fama pésima. La mayoría de los turistas ni la pisa, pero habíamos leído la experiencia de algunos viajeros, que daban una imagen distinta de la ciudad, y como me fastidia perderme algo que puede ser bueno por las dichosas etiquetas, decidimos pasar dos noches en Guayaquil en vez de una, como teníamos planificado al principio. Y nos alegramos, porque Guayaquil es un ejemplo de regeneración urbana parecido al de Medellín en Colombia, si cabe aún más visible y más disfrutable en el caso ecuatoriano. Toda la zona del Malecón ha sido rehecha nueva con un estilo muy moderno y convertida en un espacio seguro y cómodo, muy agradable para pasear contemplando el río Guayas. Desde ahí se puede acceder con comodidad al barrio de las Peñas y el cerro de Santa Ana, la parte histórica de la ciudad, con sus casitas de colores y su faro, y al otro lado, conecta con la parte nueva, administrativa y financiera de la ciudad, con agradables plazas donde descansar y disfrutar, por ejemplo, de grandes ejemplares de iguanas en libertad. Ya veis: le dimos una oportunidad a Guayaquil y no nos ha decepcionado. 


















sábado, 10 de septiembre de 2016

Quito y Otavalo, primeros pasos en Ecuador.

Cuando escribí la entrada de Bogotá, me olvidé de hablar de un aspecto que va a ser fundamental una vez que hemos dejado Centroamérica y hemos empezado a bajar por el continente. Me refiero al clima. En Bogotá siempre hay el mismo clima, durante todo el año, no hay estaciones o, mejor dicho, durante un día se pueden suceder las cuatro estaciones: te levantas con un sol espléndido, luego se nubla, después se levanta viento, vuelve a salir el sol, luego llueve y, finalmente, por la noche, hace frío. Así un día tras otro. Es un lío enorme con la ropa, pues vamos con varias capas que nos vamos quitando y poniendo continuamente. Y también es un jaleo incluso psicológico, con lo importante y marcado que es para nosotros el paso de las estaciones, ¿verdad? Bueno, pues en Quito esto se da igual, no en vano las dos capitales están prácticamente a la misma altura, a casi tres mil metros. Nos han explicado que ahora mismo estamos en el paso del verano al invierno. Eso significa que ahora está empezando a llover algo, pero no hay más diferencias entre una estación y otra. Así es que Quito nos recibió con lluvia, frío, humedad y un color gris persistente. ¡Qué difícil es que el clima no te afecte en tu percepción y vivencia de una ciudad! Tiene un casco histórico colonial maravilloso, de los primeros que recibieron el título de Patrimonio Mundial de la Unesco. Domina en las fachadas el color blanco de la cal y la piedra gris, color acentuado por el tono del cielo y las nubes que aparecen sobre las once de la mañana, ocultando los escasos rayos de sol muy tempraneros. A mí todo me pareció triste, como dominado por una melancolía que se me parecía mucho a la impresión que a veces nos dan las ciudades portuguesas. 
La riqueza de sus iglesias y palacios es enorme. Destacan las iglesias y monasterios de San Francisco y Santo Domingo, de un barroco recargadísimo, pero se lleva la palma la iglesia de la Compañía, decorada en un estilo barroco mezclado con mudéjar impresionante. En fin, que necesitas como mínimo una mañana para disfrutar algo de la parte colonial y una tarde más para vivir el ritmo cotidiano de los quiteños, que hacen su vida sin fijarse para nada en los escasos turistas, como si no existiéramos, lo cual se agradece. Solo se nos presta algo de atención en la visita al Palacio Presidencial, en la Plaza Grande, junto a la Catedral. El recorrido tiene como objetivo realzar la figura del Presidente Correa y presentarlo como el primer mandatario que ha abierto el palacio al público y que ha expuesto y dejado en él, pues pertenecen a todos los ecuatorianos, todos los regalos recibidos durante su mandato. Además, se había llevado a cabo una "Subasta para el pueblo" de todas las joyas y regalos personales que él, su mujer y sus ministros habían recibido en las visitas oficiales. El dinero recaudado iba dirigido a los afectados por el el terremoto de meses atrás. Parece que Correa ha iniciado reformas constitucionales encaminadas a lograr mejoras sociales. Veremos qué ocurre, porque tiene mucho donde poner las manos. 
El segundo día completo en Quito lo dedicamos a dos actividades: primero, subimos en teleférico a la base del volcán Pichincha, a 4100 metros. Las vistas de Quito son impresionantes, extendida a lo largo de quebradas y desniveles, dividida por cerros y montes escarpados y con los volcanes al fondo: 
el Cayambe, el Cotopaxi y el Pichincha, que parece que está ahí al lado. Después vamos a visitar el legado del pintor ecuatoriano de mayor fama internacional: Guayasamín. Su estilo tan marcadamente expresionista nunca me ha producido una experiencia estética gozosa, pero me parecía una aberración  estar aquí y no aprovechar la ocasión para conocerlo más y entender mejor su obra. Y estoy contentísima: su último proyecto, la Capilla del Hombre, me parece un hermosísimo homenaje al ser humano, el núcleo de los desvelos y las preocupaciones de este pintor que quiso dejar constancia de una manera tan impactante del sufrimiento humano. La visita a su estudio fue una gozada. Solo pudimos hacernos una foto, especialmente pensando en María Jesús. Espero que le guste. 
El día 8 nos vinimos a Otavalo, al norte de Quito, disfrutando en el camino del paisaje bordeado de volcanes y del sol, que por fin salió y nos disparó las endorfinas. Es un pueblo muy agradable, más cercano y amistoso que Quito, y con mucha población indígena. Cómo nos hemos acordado de la cantidad de otavaleños que van a la feria de Cáceres o al WOMAD... Para ellos el día de fiesta se celebra los sábados, cuando todos los habitantes de los pueblos y aldeas cercanos vienen a Otavalo para el mercado semanal. Las calles son un hervidero de gente que compra y vende de todo: ropa, comida, artesanía... Y animales. El mercado de animales es digno de ver: se venden desde gallos de pelea hasta cuyes, conejos, ovejas, vacas y muchísimos cerdos. Todo el mundo va con un gallo o una gallina en la mano. Los tratos para hacer negocios son continuos. La impresión de haber regresado muchos años atrás en el tiempo también lo es. 
Desde Otavalo se pueden hacer muchas excursiones a los alrededores. Nosotros hicimos una marcha caminando por el cráter de la laguna Cuicocha, una preciosa caminata de cuatro horas en derredor de la cima de un volcán extinguido con unas vistas impresionantes de la laguna con sus dos islas. Nos hizo, además, un día precioso, con bastante viento en la cima del cráter, y con un sol espléndido que quemaba. Aquí todo es así de intenso: o te pelas de frío o te abrasas. Es lo que tiene estar en la mitad del mundo. 












lunes, 5 de septiembre de 2016

Bogotá

Llegamos a Bogotá, la antigua Bacatá de los muiscas, el viernes 2 de septiembre para pasar el fin de semana antes de volar el lunes por la tarde a Quito. Es una ciudad muy interesante, muy alargada y extensa, con 8 millones de habitantes , a una altitud de casi 3000 metros y flanqueada por dos cerros visibles desde cualquier punto. Está, creo yo, claramente dividida en dos zonas bien diferenciadas: el casco histórico, La Candelaria, y la zona moderna, que se extiende ampliamente hacia el norte. Por el día, la parte antigua es perfectamente segura, se puede caminar sin problemas, hay mucho ambiente en el fin de semana y todavía conserva algo de su pasado colonial. Necesita, de todos modos, una manita de limpieza. Aquí están, además, los museos más interesantes, el Museo Botero, el Museo del Florero, dedicado a la independencia del país, el Museo de Moneda y el espectacular Museo del Oro. Nunca hemos visto tanto oro prehispánico concentrado en un mismo sitio. Es imprescindible visitarlo para entender la leyenda de El Dorado y la fascinación de los españoles ante una tierra tan rica en materias primas, sobre todo oro y Esmeraldas, que se pueden contemplar tranquilamente en un montón de joyerías. Qué pena que se nos salgan del presupuesto! 
Hay, además, para mí, otros tres sitios con un especial valor afectivo. Los tres están relacionados con García Márquez, como no podía ser de otra manera. El primero es el cruce de la carrera séptima con la calle 13 o Avenida Jiménez, donde se encuentra la preciosa iglesia de San Francisco. García Márquez alude constantemente a este sitio en sus memorias, pues en sus años de juventud este era el centro neurálgico de la ciudad. El segundo es el ex convento de Santa Clara, con una iglesia que muchos turistas pasan por alto, pero que conserva en su interior una riqueza de obras pictóricas barrocas impresionantes. Estoy segura de que esta es la iglesia en la que Gabo se inspiró para escribir Del amor y otros demonios -aseguraría que hasta la nombra-, aunque busqué por todos lados la tumba de Sierva María y no la encontré. Seguro que fue porque no me fijé bien. Y el tercero es el Centro Cultural García Márquez, que me dio un poco de pena, porque del autor lo único que tiene es el nombre. Punto y final. En todo el viaje por Colombia he tenido la impresión de que el país no le ha perdonado al autor que se marchará a vivir fuera y que tuviera una posición tan crítica con la situación nacional. Así somos los humanos. Así es que yo no me he cansado de recordarles a los colombianos, siempre que he podido, que tienen al mejor escritor en español del siglo XX, viviera donde viviera. En los tres sitios yo disfruté muchísimo. 
No obstante, para alojarnos elegimos la zona moderna, porque por el casco histórico es imposible salir de noche, y para sustos, los precisos. Hemos estado en un apartamento en la popular carrera séptima, en casa de Andrés y Mario (airbnb), unos maravillosos anfitriones con quienes hemos tenido el lujo de poder conversar largo y tendido acerca de los retos que el país tiene ahora mismo planteados. Estaréis al tanto de la firma de los tratados de paz, supongo. Ese asunto es el que tiene ahora dividido al país, pues la gente que más ha sufrido es a la que más le cuesta perdonar -de eso España también sabe algo- y el 2 de octubre se celebrará un plebiscito en el que la población dará un sí o un no a las gestiones del presidente Santos. Veremos qué pasa. Hemos visto manifestaciones multitudinarias pidiendo el sí, pero solo de pensar en el Brexit se nos pone la piel de gallina. Ojalá todo salga bien y este país pueda empezar a vivir en paz y a abrirse al turismo. Lo necesita. 
Otro aspecto muy curioso de Bogotá es su arquitectura moderna. En toda la zona norte, a partir de donde nosotros estamos, conviven modernos edificios de cristal, acero y ladrillo, muy innovadores, con zonas residenciales de casitas bajas estilo inglés, una mezcla muy agradable y sorprendente. Toda esta zona hasta el barrio de Usaquen, que es lo más al norte que hemos llegando caminando, con su encantador mercado de las pulgas del domingo, es segura incluso por la noche, así es que habrá que ir cambiando algunos de los muchos prejuicios que tenemos sobre la ciudad. 
Dos cosas más para terminar: hemos probado dos platos típicamente colombianos, el ajiaco, un guiso con varios tipos de patatas, pollo, maíz y alcaparras, riquísimo; y el más popular tentempié de Bogotá: el chocolate caliente con queso. Sorprendente ¿no? Claro, que el queso no es el espectacular manchego que nos trae Isabel Ródenas de su tierra. Por eso la combinación resulta muy sabrosa. Además, como nos quedaba muy cerca la zona Gourmet, nos hemos dado un festín comiendo en un restaurante gallego: tortilla de Betanzos, pescado y albariño. Una maravilla. 
Ya termino: si cuando vengáis a Bogotá Andrés no tiene sitio en su casa, siempre tenéis la posibilidad de quedaros en el maravilloso hostel boutique que acaban de abrir. Se llama HOBU y les hago pública ciudad porque es de justicia. 
Y nada más. Esta tarde a Quito. Ecuador será el quinto país que visitemos y el sexto que pisemos. ¡Qué vértigo! 







domingo, 4 de septiembre de 2016

El eje cafetero de Colombia: Salento y el Valle de Cocora.

Cuando nos contaron que en Colombia la gente se desplaza poco en autobús y muchísimo en avión nos costó bastante creerlo y pensamos que no sería para tanto. Pero cuando tardamos diez horas en viajar de Medellín a Salento, en el centro del eje cafetero del país, por una carretera que era una pura curva continua y a una velocidad media de 45 kilómetros por hora, entendimos perfectamente el porqué. Hay que entender que la mayor concentración de núcleos habitados se da, además de en la costa, a lo largo de la Cordillera de los Andes. Y otra cosa: Colombia cuenta con una línea aérea de bajo coste y con muchos aeropuertos en ciudades medias. Ahora se explica todo. Ahora que, si no lo haces en autobús, te pierdes la primera visión que nosotros tuvimos de la exuberante vegetación y el maravilloso paisaje de montaña de Colombia. Lo que más me llamó la atención del paisaje fue la curiosa mezcla de bambú con palmeras, cafetales y plataneras, cubriendo las montañas hasta la cima. Espectacular. 
Salento merece una visita por sí mismo, porque es un precioso pueblecito, tranquilo, con sus bares de pueblo, sus casas pintadas de vivos colores... Y te da la oportunidad de tocar la Colombia rural, tan escindida en sus modos de vida y costumbres de las grandes ciudades como Medellín o Bogotá. Después de tanta precaución y de tanto no sacar el móvil por si te lo roban y de tanto estar precavidos, llegar a Salento fue un auténtico descanso mental. Era 31 de agosto y nos acordamos un montón de todos los amigos y compañeros que empezabais a trabajar al día siguiente. Hasta este momento no habíamos sido muy conscientes de lo que suponía tener tres meses más por delante para viajar. Vamos, que era real. 
Pero lo más interesante de venir a Salento es visitar en una excursión a pie el Valle de Cocora, que tiene unos paisajes de montaña impresionantes, -se llega a 2900 metros de altitud- y tiene muchísimos ejemplares del árbol nacional: la palma de cera. Ahora las veréis en las fotos. Son preciosas. Parecen fragilísimas, tan altas y con el tronco tan delgado, pero son increíblemente resistentes. Te dicen que la excursión, que puedes hacer sin guía, totalmente por tu cuenta, recorre unos 10 kilómetros y se hace en 5 horas. Pero la realidad es que son 15 kilómetros y sí, se puede hacer en cinco horas si te das prisa a la vuelta para coger a tiempo el Jeep que te devuelva a Salento. Es una excursión de medio día absolutamente imprescindible si estás en Colombia. El paisaje tiene de todo: es un valle abierto al principio, con terrenos cultivados para ganado y con las primeras palmeras. Luego se va cerrando y va cambiando la vegetación: zonas más boscosas, con un camino que discurre al lado de un río que se va haciendo cada vez más bravo, seis puentes colgantes, bosque nuboso, una zona de especial protección de aves, entre ellas muchos colibríes... La parte más dura es la subida a la montaña, 800 metros de empina disipa cuesta que te rompe las piernas ya del todo. Pero desde arriba el espectáculo que ofrecen las palmas de cera es impagable. Realmente bonito y muy diferente de lo nuestro. Por un momento se te olvida el dolor de piernas, aunque vuelven a cobrar total protagonismo en cuanto te levantas de la mesa, después de tomar una suculenta trucha al carbón con patacones, el plato estrella de la zona. 
Por último, no quiero dejar de deciros que, a pesar de estar en la zona cafetera y de la publicidad que tiene en el exterior el café colombiano, en Colombia es difícil tomar un buen café. Primero, por la manera de hacerlo, a goteo, algo así como nuestro antiguo café de puchero pero más aguado; y segundo, porque prácticamente todo el café se importa. En Colombia es un producto de lujo y resulta caro para la mayoría de los colombianos, algo que hemos podido comprobar también de la misma manera en países como Guatemala o México, donde es imposible tomar otra cosa que no sea Nescafé.  Tener apartamentos de vez en cuando te da la posibilidad de prepararte un buen café comprándolo en el supermercado, aunque en México, por ejemplo, estaba en vitrinas cerradas con llave, junto al ron y a todas las bebidas caras. Menos mal que en Colombia está la cadena Juan Valdez, ¡por fin un café en condiciones!