sábado, 3 de diciembre de 2016

Últimos días en Buenos Aires.

"Me voy con gran tristeza, tanta, que ya tengo ganas de volver" (Federico García Lorca al abandonar Buenos Aires).

Buenos Aires es, seguramente, la capital sudamericana menos sudamericana, la más europea, la más cosmopolita, la que más sensación te da de estar en casa. Pero no por eso deja de tener una fuerte identidad, marcada por su historia, por su presente y por su maravilloso acento porteño en el habla, una de las variedades del Español de América que más me ha gustado de la amplia gama de "Españoles hablados" que hemos escuchado a lo largo de estos cinco meses. 
En Buenos Aires hace ahora mismo una primavera de escándalo. Algunos días llueve y hay tormentas. Otros, la mayoría, hace sol y un calor húmedo que te empuja al mediodía a sus bares de toda la vida a tomar una cerveza bien fría -Buenos Aires conserva emblemáticos bares, cafés y restaurantes de las primeras décadas del XX y recorrerlos es una delicia: el Británico, el Federal, el Hipopótamo, el Aconcagua, el Manolo, el Café de los Angelitos, el precioso Café Tortoni...-. Y luego refresca algo por la noche. Vamos, el paraíso. 
La ciudad se organiza en barrios muy diferentes unos de otros, aunque todo lo que ocurre aquí pasa por su emblemática Plaza de Mayo y por la Avenida del mismo nombre, que tanto recuerda a la Gran Vía madrileña. Aquí y en las calles que llegan hasta la zona del Congreso se asentaron los españoles que tuvieron que marchar al exilio buscando un sitio amable donde comenzar de nuevo la vida y ese sabor español está presente por todos lados: el café Iberia, lugar de reunión y tertulia de los republicanos españoles, el Hotel Castelar, donde se hospedó Lorca durante su visita a la ciudad; el grabado que Lorca regaló al Café Tortoni "Solo el misterio nos hace vivir, solo el misterio"; el majestuoso Teatro Colón; el Teatro Avenida, en el que Lorca estrenará muchas de sus obras teatrales; el Teatro Nacional Cervantes, cuya preciosa fachada necesita un buen lavado de cara; el restaurante El Español, que parece traído aquí directamente de Madrid, con su barra de acero inoxidable; el Centro Asturiano y su restaurante, donde se puede tomar, por supuesto, fabada; la Plaza Lavalle con sus gigantescos ficus y magnolios, de la que habla Alberti en su "Arboleda Perdida" - Alberti y María Teresa León vivieron en Buenos Aires durante veinte años, aquí nació su hija Aitana, una placa en el edificio Alberti-León, en la Avenida Pueyrredón esquina Azcuénaga conmemora uno de sus últimos lugares de residencia en la ciudad-... Pensándolo bien, Argentina es el país que más explícita y abiertamente expresa su cariño hacia todo lo español, la mayoría de los argentinos con los que hablamos reconocen y se enorgullecen de sus ascendientes españoles y elogian continuamente nuestro acento que, según ellos, es lindííííísimo. 
Al lado de la decrépita plaza del Congreso, en la que llama la atención la cantidad de gente tirada que hay, los barrios de Retiro y Recoleta son limpios, ordenados, con bonitos y elegantes cafés, jardines y museos. En esta ocasión nos hemos ahorrado la visita al famosísimo cementerio de Recoleta, a donde peregrinan multitudes de turistas para ver la tumba de Evita, y la hemos sustituido por un agradable paseo por el extenso mercadillo de artesanía que se monta en sus puertas los fines de semana. Los precios son más asequibles que en otros mercadillos de la ciudad y tiene un ambiente muy auténtico, vamos, que está destinado a los bonaerenses y paran en él pocos turistas. Hay otros mercadillos dominicales muy famosos, como el de San Telmo, en la Plaza Dorrego, que está especializado en las antigüedades y hacia el mediodía se abarrota de gente, aunque igualmente es una delicia visitarlo y pasear por las calles empedradas del barrio más antiguo de la ciudad, con sus decrépitos caserones y sus cafés de toda la vida. O el de la Plaza Serrano, en el centro de Palermo Viejo, el barrio por excelencia de la clase media bonaerense, donde vive la gente normal y corriente, que sale los soleados domingos por la mañana a desayunar en la terraza de un café mientras lee el periódico y donde puedes ir a la peluquería sin que te desvalijen el monedero. 
Precisamente el barrio que menos nos ha gustado es el más turístico, o sea, La Boca. Hemos vuelto a visitarlo porque, estando en Buenos Aires, hay que ir a verlo sí o sí, pero lo hemos encontrado demasiado artificial, demasiado puesto para el turismo, con los típicos camareros que te atosigan cantándote las delicias de sus restaurantes y las parejas vestidas de bailadores de tango que te persiguen para que te hagas una foto con ellos en la calle Caminito. Sí que me ha parecido interesante descubrir lo que en la Boca se ha llamado siempre los conventillos, es decir, los patios de vecinos o antiguas corralas donde vivía gente muy humilde en condiciones bastante precarias. Hoy están siendo recuperados por agrupaciones de artistas que intentan recrear cómo ha sido siempre en ellos la vida, aunque, desde mi punto de vista, a veces de una manera un tanto forzada, tanto que suena y huele demasiado a pastiche. Hasta la ropa colgada de ventana a ventana está perfectamente elegida en cuanto a la gama de colores, para que todo quede bien vistoso. Bueno, creo que se podría hacer mejor. 
Buenos Aires, en general, necesita una buena mano de limpieza y mucha manguera. A veces recuerda también en eso a Madrid, a veces incluso Madrid parece limpio a su lado. Sus propios habitantes lo comentan sin complejos por la calle o en un restaurante, porque seguro que muchas de las ideas preconcebidas que tenemos sobre los argentinos serán tópicos, pero que hablan por los codos es una verdad como la copa de un pino. Te llegas a plantear si paras o no a alguien por la calle para que te indique o te ayude con una dirección porque corres el riesgo de no llegar nunca. Bueno, hablando ya en serio, es verdad que los argentinos, también los porteños, nos han resultado extremadamente amables, solícitos y cordiales. Ha sido una maravilla disfrutar los últimos días de nuestro viaje en esta ciudad tan llena de vida.
¡Qué difícil es terminar este blog! Corremos, creo, el peligro de ponernos demasiado trascendentes, demasiado sentimentales, así es que vamos a ello sin más dilación y vamos a terminar con una de las últimas imágenes que tenemos de Buenos Aires: un eufórico Juan Martín del Potro subido en un autobús descubierto saluda a la gente junto a sus compañeros de equipo tras su victoria en la Copa Davis. La verdad es que yo habría preferido encontrarme con Héctor Alterio al cruzar un semáforo, como nos ocurrió la última vez que estuvimos aquí, o con el siempre misterioso Darío Grandinetti, o con el irresistible Ricardo Darín en cualquier bar de San Telmo, pero después de cinco meses de vacaciones no me voy a poner quisquillosa ¿no?
Y un último deseo: ojalá este no haya sido el viaje de nuestra vida, ojalá "muchas sean las mañanas de verano en que lleguemos -¡con qué placer y alegría!- a puertos nunca vistos antes" y ojalá podamos seguir compartiéndolo con vosotros.

























domingo, 27 de noviembre de 2016

Parque Nacional Los Glaciares.

Glaciar Perito Moreno, agosto de 2005
Última etapa aventurera de nuestro viaje. Al planificarlo, reservamos la última semana antes de regresar a Buenos Aires para disfrutar de la primavera austral en el Parque Nacional Los Glaciares, en la cordillera andina argentina y alineado de forma paralela con los campos de hielos continentales y con el Océano Pacífico. El Parque tiene dos zonas claramente definidas. La zona norte tiene como eje el pueblecito del Chaltén, muy cerca del lago Viedma y, como plato fuerte, la cordillera con el monte Fitz Roy y el cerro Torre. El Calafate es el núcleo central de la zona sur y comprende el Glaciar estrella, el Perito Moreno, pero también el lago Argentino con los glaciares Upsala y Spegazzini. 
Conseguimos billete de autobús desde Puerto Natales al Calafate por los pelos y eso que partieron a la misma hora dos autobuses enormes de dos pisos abarrotados de turistas de todas las edades, o sea que os podéis imaginar la romería que es esto en esta época y los precios desorbitados que tiene todo. Nosotros, como somos muy previsores, venimos de Chile con nuestras provisiones de Casillero del Diablo y no nos importa tirar del súper con tal de disfrutar de este lugar maravilloso en esta época primaveral, sin correr el riesgo de quedarnos congelados, como la última vez que estuvimos. 
Hemos encontrado los dos pueblos muy cambiados. Ambos han crecido y siguen creciendo muchísimo, las tiendas de regalos y recuerdos se han multiplicado, hay cervecerías y restaurantes modernísimos, los dos están llenos de tiendas especializadas en ropa de montaña y los precios se han disparado. El cambio es más notable aún en El Chaltén. En el 2005 era un pueblín con una sola calle y una cafetería. Lo visitamos con Juana y Amalia en un día de excursión desde el Calafate y no pudimos caminar más allá de trescientos metros del sendero del Fitz Roy, pues nevaba abundantemente y el sendero no se veía por la densa niebla. Entonces viajamos en una furgoneta unos cinco o seis turistas. Hoy es la meca de los caminantes y en temporada alta, como es ahora, los autobuses vienen repletos de excursionistas muy variopintos, de distintos presupuestos, pues también existe la posibilidad de acampar y no tener que pagar un hotel. Eso sí, todo el mundo viene a caminar, más despacio o más deprisa, con bastones o sin ellos, con o sin guías, pero a caminar. Me encanta el coraje de los abuelos y abuelas -en muchas ocasiones abuelas solas- que se atreven a hacer los senderos con su guía delante para ellos solos, su fuerza de voluntad y su osadía. 
Cuando llegamos al Chaltén el día 21 de noviembre, llevábamos la idea de pasar un día de relax, informarnos sobre lo que podíamos hacer... pero nada, fuimos a la Oficina de Guardarques y un entusiasta y más que motivado guardaparques casi nos ordenó que ese mismo día teníamos que hacer la caminata a la Laguna Torre. Por lo visto, el cerro Torre suele estar siempre cubierto por las nubes y cuando hace mal tiempo es el primero que se tapa. Ese día se veía, así es que había que aprovecharlo y hacer la caminata sí o sí. Dicho y hecho: acatamos las órdenes del guardaparques como si se tratara de un comandante en jefe, en unos minutos cambiamos el chip -algo para lo que sirve mucho este tipo de viajes-, cogimos algo de provisiones y de agua y comenzamos la marcha aunque era ya casi la una de la tarde. Y ahora nos alegramos mucho, pues dos días después, a pesar de que hacía un sol de escándalo, el pico estaba totalmente cubierto por las nubes. Ni rastro de él. Se trata de una caminata de unos 20 kilómetros ida y vuelta, de dificultad media. Y se hace muy bien porque durante todo el camino, bordeado de lengas, vas viendo al fondo las agujas del Torre, cada vez más cerca, motivándote para que sigas adelante. La vista, una vez pasadas las morrenas del Glaciar Grande y del Glaciar Torre, son majestuosas: la laguna Torre, todavía con trozos de hielo flotando, las agujas -la más alta es el Torre- y los dos Glaciares. No hacía sol y predominaban los fríos tonos plata, gris y blanco, pero no hacía prácticamente nada de viento, lo cual allí es rarísimo, y el espectáculo era maravilloso; nos volvimos caminando, con las piernas destrozadas, pero contentísimos por haber tenido tanta suerte y por haber sido tan obedientes. 
Al llegar al hotel nos dijeron que al día siguiente iba a hacer aún mejor clima, así es que no se podía descansar. De nuevo había que ponerse las pilas y aprovechar ese día de la primavera austral, el 22 de noviembre, para hacer la más exigente de las caminatas clásicas en esta zona: la laguna de Los Tres -en honor a los tres montañeros franceses que coronaron por primera vez este monte- y la base del Fitz  Roy. Por cierto, Fitz Roy es el segundo nombre que tiene este monte: lo nombró así el expedicionario argentino por antonomasia, el Perito Francisco Moreno (1852-1919), en honor al capitán del Beagle, el barco en el que Darwin viajó durante años y en el que llegó a las islas Galápagos. Hay que ver cómo todo se mezcla y se enreda. Él no sabía que ese monte ya tenía nombre, el que los indios tehuelches le habían dado desde tiempos inmemoriales: Chaltén, es decir, montaña que humea, debido a las neblinas que frecuentemente coronan su cima y que lo asemejan a un volcán. 
En cuanto a kilómetros, esta marcha es muy parecida a la anterior, pero en lo que respecta a la dificultad, pasamos ya a la categoría media-alta, pues el último kilómetro tiene el firme muy resbaladizo, un desnivel del 40% y pesa como si fueran cien kilómetros en vez de uno. Hasta llegar ahí, el camino es precioso, con miradores desde los que se tienen unas vistas impresionantes del Fitz Roy y con el descanso que ofrece la Laguna Capri, cuyas aguas reflejan el cerro en una imagen bellísima. Cuando llegas al cartel en el que se anuncia el último kilómetro con todas las advertencias pertinentes, te entra la duda de si podrás hacerlo, pero el reguero de gente que sube te anima a continuar, cada uno a su ritmo, y llegas, teniendo cada vez más cerca la imagen de esta inmensa mole de piedra. Ya arriba, con un sol espléndido, la vista de la laguna, el cordel de montañas y los glaciares es un momento impagable. 
La vuelta se hace dura porque las piernas sufren mucho en la bajada, así es que nuestro tercer día en el Chaltén lo dedicamos a descansar y reponer fuerzas. Para no perder del todo el ritmo, vamos a visitar un paraje conocido como el Chorrillo del Salto, una bonita cascada en un paisaje idílico para la meditación y el descanso. Pero el resto del día lo pasamos en el pueblo, estirando los músculos y comprobando que el cerro Torre sigue sin verse. Ese guardaparques tenía dotes adivinatorias, seguro. 
Nos quedan dos días antes de volar a Buenos Aires. El primero lo dedicamos a desplazarnos desde el Chaltén al Calafate -es el nombre de una baya silvestre muy abundante en esta zona y con la que se hacen unos helados riquísimos- y el segundo y último en el Parque Nacional, a visitar de nuevo el Glaciar Perito Moreno. Para ello contratamos una excursión con el hostel en el que estamos, pues nos han dado un precio muy poco por encima de lo que pagas si lo haces por tu cuenta y vamos con un guía que nos acompañará en lo que ahora se llama un "tour alternativo" y que consiste en llegar al famoso glaciar no por la carretera convencional sino por una pista de ripio que se extiende en medio de la estepa patagónica, desde la que se observan muchos tipos de aves y otros animales esteparios y que enlaza un buen número de las típicas y gigantescas haciendas argentinas, en las que se sigue trabajando la esquila de las ovejas y en las que todavía se puede encontrar, salvando las distancias, al tradicional gaucho de la Patagonia argentina. 
Con todo, como es normal, la maravilla de la excursión empieza cuando, tras doblar el autobús una curva, se tiene la primera vista del Glaciar Perito Moreno. Y luego, la segunda vista, más de cerca. Las fotos hablan por sí solas. Y creo que lo hacen mucho mejor de lo que lo podemos hacer nosotros, pues las palabras difícilmente aciertan a describir la majestuosa belleza de esta joya de la naturaleza. Este glaciar es el tercero más grande de Argentina y el único que no retrocede, sino que se mantiene estable. Es, además, el de más fácil acceso: las distintas perspectivas que se obtienen de él en el paseo por las pasarelas o desde el barco son impresionantes, pues tienes la lengua de hielo azul que baja arrastrándose por la montaña a un paso, tanto que casi puedes tocarlo. El estruendo que provocan los trozos de hielo que se desprenden del glaciar al caer en el Brazo Rico del Lago Argentino te dan una idea de la imponente fuerza y vitalidad de este gigante helado. 
Las playas turquesas de Cuba, el Valle de Cocora, las islas Galápagos, el Chimborazo, y el resto de volcanes ecuatorianos, la ceja de selva peruana, el Amazonas, las cataratas del Iguazú, el canal Beagle, el Chaltén y ahora el Perito Moreno. No creáis que es fácil digerir tanta emoción.

























Parque Nacional Los Glaciares: El Chaltén y El Calafate. FOTOS