domingo, 30 de octubre de 2016

Recorriendo el Amazonas: de Pucallpa a Bretaña.

En la anterior entrada contábamos que estábamos en Pucallpa a la espera de iniciar en breve nuestra travesía por el Amazonas. Bueno, pues la espera no fue tan breve. El mismo día que llegamos a Pucallpa salía un Henry, pero no quisimos montarnos porque veníamos muy cansados del viaje hasta Pucallpa, no teníamos preparado nada de lo que necesitábamos para el viaje -agua, papel higiénico, algo de comida...- y sobre todo porque confiamos en la información que nos dio el contramaestre, quien nos aseguraba que el Henry V saldría en dos días. Error craso. En vez del miércoles salió el sábado 22 de octubre a las 10 de la mañana, después de estar yendo desde el lunes todos los días al muelle y oyendo cada día que el barco saldría al día siguiente. Pasamos montados en él todo el día y la noche del viernes, porque era segurísimo que iba a salir el viernes por la mañana. En fin, aquí las cosas funcionan así. Es un poco indignante porque las condiciones del barco no son precisamente muy confortables. Y no pienso en nosotros cuando digo esto, que al fin y al cabo lo hacemos porque queremos y estamos de vacaciones, sino en la cantidad de peruanos que no tienen otra alternativa para trasladarse. Nos quejamos mucho, y con razón, de cómo nos tratan a veces en nuestros aeropuertos, pero lo de aquí supera infinitamente cualquier incomodidad que podamos tener los viajeros en Europa. 
El Henry V es un barco de carga, unas 600 toneladas y de pasajeros. Tiene tres plantas: la de abajo es solo para carga, la del medio transporta carga y pasajeros y la tercera, donde vamos nosotros, es solo de pasajeros. Transporta coches, camiones, electrodomésticos, frutas, verduras, animales, bebidas, conservas... Todo para abastecer a Iquitos y a los pueblos ribereños. Tiene algunos camarotes minúsculos con dos literas, pero la inmensa mayoría de la gente duerme en hamacas. Nosotros también. Al principio, íbamos medianamente holgados, pero a la hora de partir parecía que ya no cabía nadie más. Pero sí, sí que cabía más gente, pues en las distintas paradas la gente va subiendo y cuelga su hamaca donde halla el más mínimo resquicio, de manera que al final no disponemos de más de medio metro cada uno. Podéis comprobarlo en las fotos. En la primera planta hay cien hamacas, más o menos, y en la segunda unas cincuenta o sesenta. A eso hay que sumarle los niños, hay tantos como adultos, que comparten la hamaca con sus padres, y también la gente que duerme en el suelo o en los bancos corridos. Todos llevamos nuestro equipaje en el suelo, en el escaso espacio que hay a nuestro alrededor, con lo cual moverse por el barco es un auténtico ejercicio de contorsionismo. Pero no todo son apretujamientos, porque si la proa va repleta de carga la popa tiene un "amplísimo" espacio libre para contemplar el río, eso sí, siempre de pie, pues no hay ninguna silla ni ningún banco donde descansar. Para esta pequeña comunidad, el barco dispone de seis baños-duchas y tres lavabos en cada planta. El agua que se utiliza para estos menesteres es la del río, marrón oscuro casi negro. Así es que hay que traer bastante agua embotellada para beber y para el aseo personal. El pasaje incluye la comida y para disfrutar de los manjares tienes que traer tu propio táper y tu cuchara. Cuando suena la campanilla, hay que hacer la cola, los cocineros comprueban tu pasaje y te dan el rancho que te toca: de desayuno, caldo de avena y pan; de almuerzo, arroz con pollo y plátano verde y de cena, plátano verde con pollo y arroz. ¡Chico el estreñimiento!
Hasta aquí la descripción del barco. 
A pesar de las dificultades del viaje, es emocionante estar en el Amazonas, contemplar a ratos su inmensidad, a ratos la vegetación y las cabañas de las orillas, los barcos que transportan enormes cantidades de troncos -horrible pensar en la explotación de la selva, a la que todos contribuimos en una medida u otra-. Y, sobre todo, los espectaculares amaneceres y atardeceres, los delfines rosas y las bandadas de desconocidos pájaros. 
Queríamos viajar como lo hace la gente de aquí. Y no vamos a idealizar la experiencia. El trato con nuestros compañeros de viaje no siempre es fácil y, en parte, es lógico que sea así. Encontramos a los peruanos que viajan en el barco, en su mayoría, adustos y distantes en el trato, nada cordiales. No sabemos interpretar muy bien el motivo: ¿timidez? ¿recelo ante el extranjero? ¿defensa a ultranza del escaso terreno de que uno dispone? Las condiciones en el barco son duras y cada uno intenta encontrar su espacio y hacer un viaje lo más placentero posible: a veces se habla en un volumen demasiado alto, se escuchan varias músicas, se canta, los niños gritan, lloran... Nadie parece pensar en que con su actitud pueda estar molestando al resto. Pero tampoco protesta nadie, hay una especie de aceptación o resignación de que esto es así y la paciencia y la calma son vitales para que todo vaya bien. No obstante, como es lógico, hay de todo y también encontramos gente muy amable, que se interesa por nosotros, con la que vamos entablando conversación a medida que van pasando las horas, que quieren que les hagas fotos, así como niños  tranquilos y sonrientes que quieren ver la pantalla de nuestros iPads y que nos despiden con un abrazo espontáneo y cariñoso cuando nos bajamos en Bretaña. La gente se cuenta el motivo de su viaje. Algunos también lo comparten con nosotros: hay razones de todos los tipos, como es normal, pero sobrecogen las historias de rupturas afectivas, mujeres y hombres que vuelven a su lugar de origen con sus hijos pequeños y que tienen detrás historias de sufrimiento, abandono y malos tratos. ¿Cómo nos vamos a quejar, entonces, por muchas incomodidades que estemos pasando si a nosotros nos va todo genial?  
Algo importante que teníamos que gestionar antes de llegar a Bretaña era cómo contactar con los guías que nos había recomendado Germán y en este sentido tuvimos una suerte tremenda. En uno de los muchos ratos que pasábamos mirando el río y el paisaje desde el barco, entablamos conversación con Víctor, un señor que resultó ser de Bretaña y que fue amabilísimo y tremendamente eficaz a la hora de solucionarnos la papeleta. Nos dijo que se trataba de los hermanos Galán, que eran sus vecinos y que en ese mismo momento iba a llamarlos para que fueran a esperarnos al muelle. Dicho y hecho. En cuestión de minutos toda la inseguridad que llevábamos al respecto se esfumó. Así es que le debemos y le agradecemos a Víctor Ramos el interés que puso en ayudarnos.
Llegamos a Bretaña, en el canal Puinahua, un ramal del Ucayali, sobre las seis de la tarde del lunes 24 de octubre. Habían sido 56 horas de barco, más el día y la noche enteros que estuvimos montados esperando a que saliera. En el muelle de Bretaña, un pueblo de 3000 habitantes, la gente esperaba para montar en el Henry o para subir a vender o para recoger sus mercancías. Allí estaban César y Agustín Galán esperándonos. Nos montamos en un moto carro, pues el pueblo es muy largo y su casa está a las afueras. Enseguida se reunieron con nosotros los tres hermanos -César, Agustín y Job- en casa de este último y conocimos a parte de su familia. Nos acogieron, les contamos cómo y por qué habíamos venido en su busca, qué era lo que pretendíamos hacer... Ellos nos contaron también su manera de trabajar, el tipo de tour que ofrecían y, con un té por medio, cerramos el trato con César, el hermano mayor, que era quien dirigía las negociaciones. Acordamos pasar en la Reserva Nacional Pacaya- Samiria tres días y dos noches, de manera que pudiéramos estar de vuelta en Bretaña el tercer día por la tarde para intentar pillar un transporte hacia Iquitos. No tenemos más que buenas palabras para hablar de esta familia: todos son sencillos, cordiales en el trato, sanos y conocen la zona a la perfección, como es lógico, pues han nacido, se han criado y han vivido siempre a orillas del Amazonas. La casa de Job es como todas las de la zona: una casa sencilla, de madera, elevada sobre pilares por encima del suelo para protegerla de la crecida del río. Como allí no cabemos y no vamos a empezar la excursión hasta mañana por la mañana, pues ya es de noche, nos acomodan en la casa de un vecino, el señor René. En su humilde pero limpia casa, dormimos en una cama que nos montan con un colchón sobre unas tablas de madera y con una mosquitera. Después de los días en el barco, la cama nos parece de reyes y la casa del señor René, un remanso de paz y sosiego. 
Estamos muy cansados pero también muy emocionados. Por fin estamos en Bretaña y vamos a conocer la selva de la manera que queríamos, sin agencias de por medio, sin circuitos organizados, sin artificios, nada de pastiche. La emoción nos impide irnos a dormir, así es que le decimos al señor René que vamos a intentar tomarnos una cerveza en algún sitio y no nos pone ninguna pega, salvo que tenemos que estar de vuelta antes de las diez, pues a esa hora se va la luz -solo hay luz eléctrica de seis de la tarde a diez de la noche y no hay internet salvo en el colegio con un uso muy restringido-. Sentados en unos taburetes en la calle, con el río a dos pasos, nos tomamos nuestra cerveza disfrutando de estar en este lugar, los dos únicos guiris de Bretaña. Supongo que serán los nervios y la emoción, pero a cada rato nos da la risa tonta. Víctor Ramos, nuestro ángel de la guarda, pasea por la calle y nos saluda. Le digo a Julio que los argentinos de Ushuaia presumen de vivir en el fin del mundo, pero se equivocan: el fin del mundo es este. Quien no se lo crea puede venir a comprobarlo. Y antes de que corten la luz, nos vamos a dormir. 

















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